Iba sorteando las piedras con formas de seres fantás- ticos y, en ese comienzo de la ruta, con nervios de prin- cipiante, me desojaba para no perder las trazas rojiblan- cas del sendero, para no tropezar tontamente y torcerme esos tobillos tan quebradizos que me acompañan desde mis primeros pasos por las montañas, cuando vino hacia mí un airoso corredor, de esos que ahora llaman runners, pura fibra corporal envuelta en olor a linimento, escuetos calzón y camiseta de tirantes. Bajo la visera, su cara de sorpresa al topar en la senda estrecha, casi no cabíamos los dos, con una señora sola, pasadita de años, entradita en carnes, con macuto a lo caracol y sus imprescindibles bastones. Casi pude leer su pensamiento bajo el saludo farfullado: «¿Qué se le habrá perdido a esta señora con mochila por este pedregal».